Sintió el rugir de los motores bajo sus pies. Se abrochó el cinturón apresuradamente. Qué puntualidad, pensó. El estruendo era una amalgama de ruidos inconexos que chocaban contra las paredes de su craneo, a pesar de los anti-noise earphones que la habían obligado a ponerse.
Había estado demorando la decisión de abandonar el planeta donde había nacido, hasta que su instinto de supervivencia, alertado por la estridencia de su propio deterioro físico, despejó de un plumazo todas las dudas que hasta ese momento hubiese podido albergar.
Era una obviedad que tarde o temprano había de llegar aquel temido momento. El cambio climático que las anteriores generaciones habían cultivado con esmero actuando como máquinas depredadoras sin escrúpulos ni conciencia, daba por fin sus amargos frutos. La cosecha, que ya se estaba recogiendo, llegaba en forma de enfermedades desconocidas, inimaginables en los tiempos de sus abuelos. Una de ellas, como le había escrito su médico en el chat sin ningún atisbo de tacto, "le había recortado sin piedad su esperanza de vida y todavía no le habían puesto nombre".
Con las cuentas pendientes saldadas y pocas amistades a las que añorar, se marchaba con la única certeza de que no regresaría a la Tierra mientras la enfermedad le saqueara, con una voracidad brutal, cinco días por cada uno de los que pasara en ella.
Suspiró. La reconfortaba la idea de que el planeta al que se trasladaba ofrecía una calidad de vida "supreme", según la reseňa del catálogo de la agencia. Sin temor a empezar de cero, se había liberado de cualquier responsabilidad que pudiese lastrar su marcha, porque su prioridad era vivir, estar viva, y tenía la garantía de que así sería por el precio que había pagado.
Se arrellanó en el asiento y cerró los ojos.
La Tierra.
La madre Tierra.
El útero materno.
La Gaya de los griegos.
El segundo elemento.
El lugar que nos acogió al nacer.
La que les dio de comer a nuestros padres.
La que nos alimenta a todos
(aunque a veces se nos olvide).
La que gira sobre sí misma cada día,
con un movimiento perpetuo,
incapaz de detenerse.
El planeta azul.
Un punto azul pálido desde la sonda Voyager 1.
Un punto en el Universo.
La Tierra.
La madre Tierra.
El útero materno.
La Gaya de los griegos
A bocajarro me preguntan que qué es para mí la tierra y como quiera que mI talento e imaginación son escasos para encarar este medio folio busco frenéticamente en San Google una fuente de inspiración o unas líneas que me vengan bien para hacer un “corta y pega” y… ¡sorpresa! todas las entradas de la palabra tierra nos la presentan como MADRE, y la verdad, yo recuerdo a la mía como una madre cariñosa, comprensiva, cercana y así no imagino la tierra ¡qué madre ahoga, quema o deja sin comer a sus hijos! De acuerdo, madres desnaturalizadas “haberlas haylas” pero son las menos.
Sigo navegando y me topo con Gea, madre universal y diosa suprema. De ella surge la vida pero ¡uy! el Olimpo está lleno de dioses vengativos, marrulleros y envidiosos. Es un puterío total y la historia de Gea dejaría Juego de tronos como una comedieta romántica.
Fundo a negro, reseteo y veo la tierra como mi hogar, mi refugio, mi solaz y al igual que la casa en que habito, la cuido, limpio y protejo.
Tierra es una anciana sabia y poderosa a pesar de sus achaques y hay que protegerla y mimarla para que siga siendo inmortal, no quiero que en un arrebato, pues de mala leche anda sobrada, mande a la humanidad al Caos del que pensándolo bien, alguno de mis hermanos no tendría que haber salido jamás o algo incluso peor que madre nos desherede y nos veamos exiliados en Marte o la luna donde solo nos quedaría llorar por lo que pudo ser y no fue.
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Fotografías: Jesús Lacueva Gracia, Daniel Sánchez Bazán y Javier Belver.
Vídeo: Sergio Moreno.
Una idea de Silvia Fayanás.